Serpentario

domingo, 9 de septiembre de 2012

¡Oiga! Escuchó. ¡Oiga! Era la vieja de la esquina que venía con ese batón multicolor entre anarajados, amarillos y otros colores indefinibles. Antes de darse vuelta preparó una muy falsa sonrisa muy cordial. ¡Doña Cata! ¿Cómo anda? Y esperó a que llegue chancleteando y agitada. No se movió. Ni un poquito de cortesía le merecía, después de todo lo que le había hecho.

Zozobrando en cada respiración, la anciana, trataba de hablar y apenas le entendía -o se hacía el desentendido- y le pedía que repita. ¡Espere un cacho! Le dijo en un último aliento. Se apoyó con una mano en el brazo del hombre. Luego la otra mano en el otro brazo y casi colgándose ya, y derrumbándose simultáneamente. Y él dibujaba la sonrisa entre forzada y maliciosa, no sabía si era otra artimaña como la vez pasada. Ahora seguramente quería pedirle plata y se hacía la enferma. No pudo remediar el recuerdo de cuando fue a decirle a todo el mundo que le pegaba a la Sandrita. Y continuó pensando. Pobrecita. Gracias a Dios. ¡Que se embrome! Sí. Aunque me chupé un par de días en la comisaría, me revisaron hasta el fondo del culo esos canas de mierda. Recordaba con rencor y pensó también en que se salvó que lo azotaran gracias a que estaba el Enebre, el comisario, que lo conocía de chico.

Una secuencia de pensamientos, recuerdos, imágenes, casi simultáneamente sucedieron en ese instante. ¡Pucha! ¡Deje de hacerse Doña Cata! Le grito e intentó apartarse, pero la vieja lo sostenía fuertemente y mirándolo directo a los ojos. Continuó diciéndose a sí mismo que se embrome la Sandra. Y esta vieja que fue de testigo cuando la Sandra fue a denunciar en la policía que yo le pegaba y la maltrataba. Y era ella la que andaba diciendo un montón de cosas por todos lados. En el almacén y a todas las vecinas. Menos mal que zafé al fin de esa mujercita. Me agarraba con lo que tenía, hasta me amenazó con el machete. ¡Y esa vez que casi me corta el miembro! La verdad que estaba loquísima. Y mis amigos que se morían de risa. Recordaba.

La vieja se resbaló hasta el piso sin dejar de agarrarlo fuertemente y hasta lo rasguñó mientras le desgarraba el pantalón con la fuerza sobrehumana o transhumana que tenía en ese instante. Qué increíble el teatro que hace esta vieja. Pensó ya molesto e incómodo, y más cuando vió que la cabellera teñida de la santiagueña de la esquina que asomaba por el ventilete del costado de la cocina.

Y se acordó esa vez, era el día anterior a que lo denuncien falsamente, cuando Sandra casi le corta la pinga con la trincheta. Tenía las imágenes bien vivas. Cuando lo tenía agarrado por sobre el vaquero y de un solo movimiento rabioso le había cortado hasta el cierre de la bragueta. Lo llegó a lastimar un poquito. La policía ni lo revisó. Y comenzó a dudar que se haya salvado de los garrotazos de los milicos gracias al comisario sino porque estaban muertos de risa cuando contó las cosas que ella le hacía. Él era la víctima. Y cuando contó que Sandra amenazaba con suicidarse cortándose la garganta con la trincheta con todas las huellas de él, para culparlo aún cuando estaba muerta. Ahí estallaron en risotadas. Pero él la quería y cuando no estaba así era muy lindo compartir con ella.  Pobre Sandrita, lástima que se volvió así. ¿O siempre fue? Dudó. Pensó.

Pero lo peor es que no era ni por celos de otras mujeres. Él nunca había estado con otra porque la quería, se había enamorado y ella lo sabía. Pero, con el tiempo apenas ella escuchaba algo que le parecía sospechoso comenzaba a hablar en un monólogo increíblemente bueno, deduciendo cosas fantásticas, realmente fantásticas; y basado en eso, esas deducciones estaban bien apoyadas, pero en su cabeza. No paraba de hablar. Y poco a poco, cualquier cosa que él decía o hacía, o peor: si no decía ni hacía, se enfurecía más y más hasta llegar a extremos de un delirio increíble, como si quien hablaba ya no era ella sino otra, una transmutación de sí misma. Y la ira iba brotando cada vez más rápido. Y si él intentaba calmarla con cariño, era como si una granada de nitroglicerina reventase dentro de ese cerebro, tan privilegiado para hilar ideas en esos momentos de alta tensión y decirlas sin trastabillar. Al principio se daba media vuelta y se iba a hacer cualquier otra cosa, o a caminar por las veredas. Tan ciega de ira. Pobre Sandrita, pensó.

La vieja estaba en el piso, gimiendo. Doña Cata ¿Qué le pasa? Preguntó preocupado y tratando de apartarse. Le sentía aprensión y si estuviese enferma aún más todavía. En todo caso, en realidad tenía miedo de contagiarse de lo que fuera si la tocaba. Se agachó un poco. ¿Doña Cata? Hincó una rodilla en el piso y se agachó sobre la cabeza de la anciana y que lanzaba espumarajos verdes de la boca y la nariz, mientras luchaba por respirar y balbucear débilmente mientras boqueaba. ¿Está enferma? ¿Qué le pasa? ¿Qué dice? Y ahí fue que escuchó, mientras sentía el escalofrío de la muerte. Del miedo. Del temblor por la impotencia de las verdades que nadie ve y por el sonido de la sirena que venía acercándose rápidamente.

La vieja le había dicho cosas a Sandra. La aconsejaba, decía. Esa hija de puta que me culpaba de todo, hasta cuando le dolían las entrañas por la menstruación. Me echaba la culpa de todas sus desgracias. Recordaba sin poder evitar sentir esa impotencia, miedo y hasta rabia.

Y siguió retumbando en sus oídos lo que dijo esa vieja maldita, vieja de mierda. Y su mugroso vómito verde de maldad. Dejé una carta porque vos me mataste con veneno de ratas... Y doña Cata comenzó a temblar sin control. Lo que siguió balbuceando era ininteligible. Y Nacho, también tembló.

Del patrullero bajaron los policías. Vieja de mierda, pensó. Primero la Sandra que se golpeaba en canto de la puerta, se rompió los dedos aplastándoselos con la misma puerta y fue a decir que yo le rompí la mano. ¡Loca! ¡Esta vieja es contagiosa!

Sintió las esposas y el empujón brutal que lo tiró de boca al piso, una rodilla en su cuello y otra en la espalda.

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