El rito del camisón de cada noche.

viernes, 4 de marzo de 2011
"Al principio me enamoré de tu rostro,
pero luego me enamoré de tu alma" 
(Cyrano de Bergerac)



  Cada noche se saca una a una, pieza por pieza, las prendas gastadas en el amor del día. Pausada y cansinamente. Cada prenda llena de aromas recolectados del cada lugar y cada rincón donde estuvo a lo largo de las largas horas y otros de las horas cortas junto al de ella misma. Se mira al espejo desprendiendo su falda, muy corta, o quizá un poco larga cuando se mira desde arriba, va deslizándose en una caricia para sus piernas como en una cámara lenta, ante la sorpresa eterna de sus ojos grandes y siempre risueños. Se quedaba mirando un rato su desnudez morena y tersa, desde sus pies recorría complacida por las canillas, acariciándolas sin darse cuenta, siguiendo por sus rodillas y sus muslos. Girando las caderas de un lado primero y del otro para volver a mirar al primero. Miraba fijamente su braga y cómo remataban sus muslos perfectos, tersos y torneados. Siempre estaba satisfecha aunque fingía que no,  con algún gesto nuevo que practicaba todos y cada uno de sus días; algún gesto de otras personas, pasadas o presentes, reales o inexistentes. Pero para ella eran todos reales, era cada una de sus facetas y sus imágenes, entre nuevas y usadas. Tanto así que finalmente todos remataban haciéndola deliciosa a ella misma. 

  Seguía luego cruzando los brazos y quitándose una remera que como su propia piel tenía que ir resbalándose por su abdomen, luego por sus pechos orgullosos hasta salir cuidadosamente desde el escote. El espectáculo de la cascada de su pelo negro que caía y se acomodaba sobre sus hombros mientras meneaba la cabeza para sentir cómo cada cabello acariciaba la piel de su cuello y sus hombros, y dándole unos imperceptibles y sabrosos escalofríos cuando le rozaba suavemente la piel de la espalda. En ese rito en que quedaba semidesnuda ante sí, le daba un poco de pudor mirarse a sí misma, pero porque se veía linda, no por su desnudez. Posaba ambas manos rodeando sendos pechos y buscaba la forma en que le gustase cómo le quedaría si estuvieran modelados diferentes. Giraba sobre la punta de sus pies apenas si para verse de perfil y algo más, hacía un mohín de esos que siempre ensayaba y volvía a mirarse de frente. Agachaba el torso, miraba cómo se ahondaba el centro de su pecho en medio de sus tetas y volvía a girar hacia el otro lado. Se sentía satisfecha de sí misma, pero esa misma satisfacción la avergonzaba. Al menos fingía que la avergonzaba, para sonreír casi de inmediato con su dulzura habitual, con el cariño que sentía por ella misma. Como cuando se miraba al espejo mientras caminaba por la calle, con sus pasos de baile o sus pasos apurados, quizá elegantes o quizá desgarbados, según quien quería ser en ese momento. Miraba cómo los demás la miraban, ese era su verdadero espejo: los ojos de los demás, de las muchedumbres. Cuando caminaba por la peatonal, detrás de unos anteojos oscuros que disimulaban sus miradas, espiaba las expresiones, los recorridos de las otras miradas. A veces sentía un escalofrío que recorría su espina dorsal, cuando percibía una mirada lasciva, pero le agradaba la sensación. Esa sensación. Era placer. A veces usaba esa falda muy corta con los zapatos de tacón, muy altos, y alguna blusa algo ajustada al talle e insinuante, quizá ligeramente escotado, pero sin mostrar nunca nada más de lo necesario, y así podía catalogar miradas y hasta pensamientos de todos y cada uno de los ojos que durante su caminata se convertían en su verdaderamente propio e íntimo espejo.


  Recordaba con cada mohín cada sentimiento que tuvo durante todas sus horas de ensayos. Durante su día tenía muchas horas de ensayo de mohines ante todo; y todos esos instantes, donde quiera que esté, mirando cómo se reflejan en los demás. Y mientras disfruta de la sensación de las caricias de sus propios ojos, como si sus pestañas fueran lo suficientemente largas para tocarla a través del espejo, se quita el corpiño. Primero desprendiendo el ganchillo de la espalda y mientras se sostiene con una mano y el brazo los conos del sostén, con la otra ensaya un movimiento que desliza, cayendo hacia el costado, por sus brazos, los breteles para luego hacer algún otro movimiento que los desenlace de cada brazo. Hacía malabarismos para mantener los conos cubriendo sus senos. No le gustaba ver las pocas estrías que habían quedado gracias a que dio la teta hacía ya un tiempo ni tan largo ni tan corto, pero quedaron unas huellas sólo perceptibles por ella misma.

  Después de ese rito de recuerdos se quitaba el corpiño en una sola acción. Rápido, como estuviera adherido, y lo tiraba hacia la silla que estaba en el rincón, junto a una mesita que hacía de escritorio y espejo con luces para maquillarse, donde amontonaba sus libros, sus escritos y toda una serie de artilugios que iba juntando a lo largo de los días, los meses y hasta años. A veces juntaba polvo porque los tenía olvidados, pero otras veces los sacudía y miraba cómo se desgranaban sus recuerdos en instantes guardados en esos montones de cajitas y cajoncitos apilados. También por ahí había una computadora llena de cosas, que le traían recuerdos. Así quedaba sólo su cuerpo y ella frente al espejo de cuerpo entero que ocupaba la puerta del ropero. Miraba sus pezones y cómo se erguían orgullosos por haber alimentado una vida y miles de ilusiones, por haber alimentado al fruto de un amor y al mismo amor. Siempre el amor. Se acariciaba. Buscaba otra vez formas diferentes de posicionar sus pechos y finalmente, sin levantar las manos de su piel, acariciaba su talle hasta la cadera para quitarse distraídamente la última prenda que guardaba su último secreto que podía verse con los ojos. Apenas si quedaban huellas en los lados después de aquel enorme vientre donde guardó el amor que se hizo persona con el tiempo. Siempre sonreía cuando recordaba lo que le dijo aquel querido amante, amado amante: ¡La tenés hermosa!. Fue en el mismo instante que lo adoró. Era aquel con quien se vio por primera vez bajo la luz del día, en una tarde de diciembre. Podía recordar la fecha y la hora exactas, pero se hacía la distraída de sí misma para no admitir que aún tenía ese recuerdo vivo. Y se ruborizaba de recordar lo que sintió. Exactamente lo que le dijo era lo que ella misma sentía: Es hermosa. Se miraba cada vez y hacía gestos y formas para ver, mirarse, desde otros ángulos. Siempre ensayaba. Siempre.
Luego se calzaba el camisón, la ropa de dormir, y volvía al ritual de mirarse. Ese camisón que le reconfortaba la desnudez de su piel. Las caricias que imaginaba bajo las sábanas. La tibieza de las manos contrastando el frío de algún invierno, o contrastando con la frescura resbaladiza de las sábanas crujientes de puro limpias y perfumadas de ella misma. Perfumadas de su propia piel y que disfrutaba en la sensación que le producía en su nariz.


  Su boca era otra cosa. Generosa y también hermosa, podría decirse que daba el corazón cuando sonreía o cuando hacía su juego de pucheros para convencer a alguien de su capricho. En muchas ocasiones admitió después de mucho tiempo, que tenía vida propia. Se expresaba sin que ella, su única dueña, quisiera decir nada con palabras y ni siquiera, mínimamente, con expresiones. Ella se salía del libreto. Adquiría personalidad propia y hacía sus propios movimientos y mohines. Con las comisuras que se solían mover casi imperceptiblemente mostraban satisfacción, tristeza y enojo. Se las arreglaba la guacha. Esa boca pulposa y guacha que se retoba cada vez que ella quiere que haga otra cosa. 


  Así era el rito del camisón, para después dejarse caer en su cama angosta, pero suya. Mullida y propia, que, con el tiempo, fue tomando su propia forma para recibirla como un nido, como un molde, a su cuerpo cada noche. Como un amante que espera que se llene su ambición apasionada. A veces no estaba en su propia cama, pero en su camisón era como si llevase ese molde que se ajusta a su cuerpo perfectamente, como si fuese el amante perfecto. Quizá ese amante le quitase la ropa, pero la cama se había amoldado a ella. Amaba lentamente y con fuerza. Tenía mucho cariño y mucho carácter.


  Siempre recordaba aquel junio frío en que amó intensamente. Recordaba el frío de julio y la noticia que faltaba o bien la que nacía. Mejor dicho la noticia de su gravidez. No entendía cómo tomarla ni entenderla. Aún miraba al mundo desde sus ojos de adolescente, de bohemia temprana y eterna. Artista de la vida. Daba color y calor a todas las situaciones, donde quiera que esté y con esas personas que ella quería. Nunca ningún rencor, si lo hubiera tenido para alguien sencillamente podría negarlo. ¡Y era cierto! En vez de sentir rencor, olvidaba. Simplemente el motivo desaparecía y nunca más volvía a existir esas gentes. ¡Ah! Pero no tenía piedad ante quien haya sido injusto con sus quereres, esperaba el momento propicio para llevar a cabo su venganza más impía. Justicia poética y verborrágicamente trágica.


  El camisón de dormir, ese que se llevaba siempre en su cartera. Por si acaso. Como un caracol. Lenta, simplemente complicada, o complicadamente simple. Un todo de simplezas enmarañado. Ella y su camisón. Ella tan llena de belleza experta y sueños perfectos. Sueño de muchos y sueña que es muchas. Sueña despierta y vive ensoñadoramente despierta. Camisón que la acompaña como su piel, llenando de aromas del amor a toda hora. Irradiando fragancias en cada suspiro donde quiera que vaya. Así es ella. Arisca y de querer fuerte. Siempre con su camisón a flor de piel, fundido en su piel. 







"Así es mi vida. He sido el inventor de todo
y al que todo el mundo olvida." 
(Cyrano de Bergerac)


Silvano Frutos