Cómo preparar un Pan Dulce para cada día y ocasión placentera.

sábado, 19 de febrero de 2011

Se esparce la harina, formando un cono, una montaña, un seno. Y con las manos se forma el centro como siguiendo un escote hacia el valle profundo y suave. Y en centro la profundidad como la de un volcán; en lo posible debe ser generoso en lo profundo y apretado en las laderas. Con paciencia y tenacidad se logra, introduciendo suave y circularmente las  manos hábiles y sin miedo a la profundidad pero cuidadosamente sin llegar a la madera de la batea o el colchón;  luego hay que desarmar suavemente con los dedos la levadura y espolvorear jugando cuidadosamente con el azúcar, teniendo la certeza que caiga resbalándose hacia el centro para luego agregar, gota a gota el agua también que se resbala desde el borde hacia la raíz de la alegría. El agua tan tibia como la piel de la mujer morena que al rozar, un poco distraídamente, se siente tibia al tacto. Y poco a poco acariciar circularmente con los dedos. Abarcando suave y constantemente todo el contorno de la cara interna del cono. Atrayendo poco a poco y desgranando el borde hacia el centro y lo profundo, donde la levadura y el azúcar empezaron a enredarse desde lo tibio a lo cálido, desde lo heterogéneo hacia lo húmedo.

Cuando se forme un amasijo suave y tierno, y el azúcar se confunda y disuelva con la levadura, el agua y la harina en un líquido agradable de palpar, se tapa con más harina atraída con dedos expertos desde los bordes hacia el centro y se deja al calor de la cama tibia donde reposa un volcán a punto de revivir.

Cuando ese amasijo crezca con la calidez desde adentro, erupcione, con la fuerza vital y leudante, y deje correr la lava húmeda por las laderas, se deslizan ambas manos desde abajo hacia arriba y al centro formando la montaña otra vez. Deslizando las palmas suavemente y siguiendo la forma del seno y acariciando la redondez; levantando poco a poco el fluido amoroso y tibio, hijo de la dulzura amorosa y la humedad.

Para comenzar a amasar, hay que agregar las frutas abrillantadas que dan color y alegría abundante, las frutas secas que alimentan la imaginación de los amantes, los huevos para el color y la textura tersa en la justa proporción, el azúcar en cantidad y la poca y justa medida de sal, que no debe faltar porque es el espíritu de la sazón vital, y se perfuma con agua de azahar para consumar la unión y aromarla con placer. Para completar, un sorbo generoso pero medido de buen coñac, alma de algún vino perfumado y añejo, para llevar más alegría y celebrar el encuentro, así poder dar ese toque de color a la rutina en un brindis mutuo. Y sin olvidar de agregar la resbaladiza manteca, para dejar que todo se deslice suavemente sin lastimar la preparación. Todo, pero todo en su justa medida y proporción, que solo la experiencia aporta, el saber experto del pastelero.

Finalmente se amasa con dulzura y firmeza. Apretando y deslizando los pulgares de ambas manos, desde el centro formando un cauce sinuoso empujando hacia delante, y luego tomándolas con las palmas atrayéndolas y juntando nuevamente en el vado del centro. Hacia delante y hacia atrás. Una y otra vez uniendo todo. Poco a poco. Primero lento y tierno, poco a poco con más firmeza sin perder el ritmo. Hacia delante y hacia atrás. Hacia delante y hacia atrás.

Cuando todo se confunda en una sola figura y los movimientos consonantes, adornada de colores y aromas, sin agitación pero vivo y cálido como las manos expertas que tiernas y firmes dieron forma a la redondez inventada, se deja descansar y reposar sin dejar que se enfríe. Se deja crecer y mirando y acariciando cada vez,  para sentir la textura de la piel que va tomando vigor hasta que llegue a aumentar el tamaño.

Para esto se requiere tiempo, paciencia y cariño. Luego sabiamente se divide en dos mitades, como una mandarina en sus dos mitades y se colocan sendas tajadas en el molde donde volverán a crecer hasta juntarse en la cúspide por la proximidad pero sin confundirse gracias a la ternura de la manteca y la perseverancia.

Finalmente se deposita en el horno no tan caliente como para quemar y herir la preparación, ni tan frío que la levadura pierda el amor y se venga abajo. Y luego de un  tiempo prudencial pero justo, cuando el color moreno y las redondas formas de tajadas jugosas  de sendos panes dulces hayan llegado al punto máximo, y el aroma despliegue el punto exacto del éxtasis, se retira del horno. Con cuidado y despacio. Se va retirando de a poco y de a uno. Despacio. Para luego derramar el almíbar sobre las redondas cúpulas del tierno y firme pan dulce.

S.:F.:



(Mi pequeño homenaje a Jorge Amado)