El tren en que Marcela viaja.

lunes, 5 de septiembre de 2011




Todo empezó en un tren de larga distancia, o más bien en una estación de trenes. Cuando era muy pequeña y con muchas pecas. Sus ojos grandes y negros, siempre con esa expresión de quien añora algún tiempo que se quedó inserto en la memoria de cotidianeidades pasadas. Añoranza con esa carga emocional de cosas lindas. Los sabores de las mermeladas caseras, el aroma a pan casero hecho en horno de barro, con chamizas de tusca y leña de algarrobos.
Aquella estación donde se había despedido tantas veces y tan pequeña. Viajaba casi siempre con su abuela. Al menos era así como ella la llamaba, pero aunque era de cariño quizá tenía más valor que cualquier parentesco de sangre.
Era pequeñita, minúscula más bien, cuando viajaba de la mano de la señora mayor con quien viajaba. Tanto así que ya era más bien una costumbre de tender la mano y encontrarse con la de la de su abuela que siempre estaba allí para sostenerla y hasta, a veces, tironearla cuando se empacaba frente a alguna vidriera de panaderías. Esa lujuria gulosa que exponían en medialunas, masitas, panes y todo tipo de masas tentadoras para los transeúntes. Pocos se resistían y Marcela, al sentir los aromas tan sabrosos que hasta podía tocarlas y saborear las delicias de la vidriera recordaba esa infancia entre tantas delicias. Recordaba cómo había ayudado a hacer cada una de ellas. Y su recuerdo se hacía gesto, llevándose los dedos a los labios para relamerse de dulzura. Dulzura que se le pegó a la boca y que mucho después se convertirían en palabras.
De adulta, como reminiscencia de su infancia, solía colar unas galletitas en un bolsillo y otras en el del otro lado del pantalón, y además, para disimular llevaba una comiendo y otra en la otra mano. Así disfrutaba de las cosas más sencillas de la vida. Después, hacerse la desentendida y hasta se enojaba cuando encontraba tantas migas en los bolsillos. Siempre conservó a esa niña tierna que tiende la mano para que su abuela la guiara.
Así fue que cuando subió por última vez en ese vagón pulman del tren, se había dejado llevar por la fuerza de la costumbre, con su muñeca de trapo colgando del brazo, de patas largas que se arrastraban por el piso como si fuera una pataleta silenciosa, y sin dejar un rastro visible pero que hasta sonaban como arañazos intentando no subir al tren. Calló. Aceptó. Sabía que no tenía retorno, muy en sus adentros lo sabía perfectamente.

Los vagones de esos trenes siempre estaban repletos de gente, cada uno con esa historia propia y tan única como cada uno. Sueños. Vida. Mundos y universos múltiples, confinados en un cuerpo que a simple vista sólo es un humano más. Pero cada una con todo ese universo dentro se convertía, poco a poco en una persona. Muchas personas, y el gentío una suerte de caldo humeante y burbujeante de sueños y colores. A veces se sentía el bullicio de las conversaciones como el murmullo de un moscardón, interrumpido de la monotonía con alguna que otra expresión subida de volumen y hasta de tono. ¡La puta! ¡Permiso que tengo que bajar! Y cosas así. Parecía que todos se conocieran desde siempre, pero sólo eran compañeros de viaje y para muchos era la primera vez y la última.
Algunos, sólo se dejaban llevar por esa corriente de humanidad, desapercibidos e inexpresivos, hasta somnolientos o dormidos. Otros protestaban, empujaban, vociferaban. No faltaban los que sonreían tontamente, tan tontamente que hasta era ridículo; los menos, los pocos.
Alguna vez quizá le llamara la atención a la niña algún niño que viajara, pero sólo miradas tímidas. Y cada vez esperaba que bajase con ella en la misma estación. Había niños, y muchos. Pero apenas si iban dormidos o en sus mundos.
Bajaron ella y su abuela solas en una estación cercana a la ciudad. Una ciudad que más que grande sólo alcanzaba a serlo por su desapego a ser un pueblo.
En su nueva localidad vivió como siempre. Su niñez creció convirtiéndose en una mujer adulta, pero la niña siempre estaba allí y revivía cuando soñaba. Siempre sonriendo y siendo amable, cordial, obediente, suave, como si fuera una filmación que se repetía constantemente. La niña siempre tendiendo la mano, siempre dejando que su abuela la guiase tácitamente.
Poco a poco fue aceptando lo que la vida le regalase, tal como llegaba. Y así llegaron los besos y poco a poco niños, que la vida le regaló y ella los acogió como hermanitos menores. Brindándoles todo lo que estaba a su alcance y también ese amor de hermana mayor, que eso tenía mucho.
Con el tiempo el tren volvió a pasar. Cuentan que así fue. La gente se agolpó a viajar. Mucha gente. Más que antes o acaso los vagones eran más angostos o eran menos. Vaya a saberse.

Después de tantos años, de tanto tiempo, subió. Se trepó como pudo, y así se convirtió en una trabajadora. Enseñaba a vivir. Esa era su verdadera vocación. Enseñar. Le gustaba. Tenía la sonrisa paciente y la disposición a explicar. Las cosas más difíciles de entender o de existir, se convertían en realidad en su voz y cómo sus miradas y sus manos iban dibujando paisajes en el aire. Los niños podían tocar lo que contaba.
El tren iba y venía a la localidad donde vivía desde chica. Buscaba en cada viaje la felicidad. Esa felicidad que tanto enseñaba a tomarla pero no sabía cómo encontrarla para ella misma. Fue quedando huérfana de su propia carne porque así debe ser y pudo sentir cómo se le escapaba de las manos esos retazos felices.
Los viajes se hacían cortos y sin ningún sabor. Sólo viajaba. El tren nunca se detuvo en su localidad ese día en que todo se convirtió en un acto de magia.
Ese día apenas en la estación siguiente subió un niño que quizá iba de paseo, a lustrar zapatos o a la escuela nocturna. Sus ojos brillaron cuando se encontraron con él. La niña, que vivía en ella, esa niña de las galletitas, de las mermeladas y el pan casero, reconoció ese rostro. Se miraron y aunque todo tenía un sabor entre recordado y novedoso, apenas si dejó que el niño se sentase a su lado. Así viajaron, los dos niños. Y el tren quizá se detenga en algún atardecer, en algún anochecer, en algún otoño. Pero ambos felices de simplemente saber que están en el mismo asiento del mismo vagón, que va. Que va andando y andando, sin parar monótono y quizá en círculos. Pero el paisaje cambia. Cambia. Nunca pensaron en bajarse, o sí. Quizá. Pero aún no. Quizá esperarían el anochecer.

S.F.

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